¿Existe algo, en realidad, con lo que podamos contar, que sobreviva a lo que llamamos muerte?

La impermanencia (conciencia de que todo muere y cambia) ya nos ha revelado muchas verdades, pero aún guarda un último tesoro, un tesoro que en gran medida nos está oculto, sin que sospechemos ni reconozcamos su existencia, pero que es íntimamente nuestro. El poeta occidental Rainer Maria Rilke dijo que nuestros más profundos temores son como dragones que protegen nuestro más profundo tesoro.
¿Existe algo más allá de las apariencias?
El temor que la impermanencia suscita en nosotros, de que nada es real y nada permanece, es, como llegamos a descubrir, nuestro mayor amigo, puesto que nos induce a preguntar: si todo muere y cambia, ¿qué es realmente cierto? ¿Existe algo más allá de las apariencias, algo sin límites e infinitamente amplio, algo dentro de lo cual se dé la danza del cambio y la impermanencia? ¿Existe algo, en realidad, con lo que podamos contar, que sobreviva a lo que llamamos muerte?
Si dejamos que estos interrogantes nos ocupen con urgencia, si reflexionamos sobre ellos, poco a poco nos encontraremos con una profunda modificación en nuestro modo de verlo todo. Sosteniendo la contemplación y la práctica del desprendimiento, llegamos a descubrir en nosotros mismos «algo» que no podemos nombrar, describir ni conceptuar, «algo» que, como empezamos a percibir, se esconde detrás de todos los cambios y todas las muertes del mundo. Los limitados deseos y distracciones a que nos ha condenado nuestro apego obsesivo a la permanencia empiezan a disolverse y terminan por desprenderse. Mientras sucede todo esto nos llegan repetidos y esplendentes indicios de las vastas implicaciones que conlleva la verdad de la impermanencia.
Hay algo que no puede morir
Es como si durante toda nuestra vida hubiéramos volado por entre nubes negras y turbulencias y de pronto el avión se elevara sobre ellas para salir a un cielo transparente e ilimitado. Inspirados y regocijados por este surgimiento a una nueva dimensión, llegamos a descubrir una profundidad de paz, alegría y confianza en nosotros mismos que nos llena de pasmo maravillado y gradualmente engendra en nosotros la certidumbre de que en nuestro interior hay «algo» que nada destruye ni nada altera, y que no puede morir. Milarepa escribió: “Llevado por el horror a la muerte, me fui a las montañas. Medité y medité sobre la incertidumbre de la hora de la muerte, hasta captar la fortaleza de la inmortal e infinita naturaleza de la mente (alma). Ahora todo miedo a la muerte se ha desvanecido y se ha acabado.»
Cara a cara con la verdad de lo inmutable
Gradualmente, pues, percibimos en nuestro interior la tranquila e ilimitada presencia de lo que Milarepa llama la naturaleza inmortal e infinita de la mente. Y a medida que esta nueva percepción empieza a hacerse más vivida y casi ininterrumpida, se produce lo que los Upanishads denominan «un darse la vuelta en el asiento de la conciencia», una revelación personal y absolutamente no conceptual de lo que somos, por qué estamos aquí y cómo habríamos de conducirnos, lo que en último término equivale nada menos que a una vida nueva, un nacimiento nuevo, casi, podríamos decir, una resurrección. ¡Qué hermoso y qué curativo misterio es que de contemplar continuamente y sin temor la verdad del cambio y la impermanencia lleguemos poco a poco a encontrarnos cara a cara, agradecidos y alegres, con la verdad de lo inmutable, con la verdad de que la naturaleza de la mente es no tener muerte ni final! Para los cristianos: “la inmortalidad del alma”.
(*) El Libro Tibetano de la Vida y la Muerte pág.69/70
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