Por Leandro Giacobone
El año 1950 había sido declarado por el gobierno como “Año del Libertador General San Martin”. Una leyenda repetida hasta el cansancio en documentos oficiales, en una Argentina en donde todo parecía ser oficial. Sin embargo, la palabra libertad trataba de colarse tímidamente desde la clandestinidad. También, una imagen, la de Ricardo Balbín encarcelado.
Los postes de Buenos Aires también hablaban. A modo de denuncia, decían: “¡Rejas! Es lo que el oficialismo ofrece a los hombres libres como Balbín”. Eran papeles engomados, un antecedente de la calcomanía, que tenían un sistema como el de las estampillas. Se trataba de un papel de diario de no más de cinco centímetros, impreso en forma rústica, que en el reverso tenía una capa de goma adhesiva seca. Había que pasarle la lengua para que se pegara.
Eran parte de la campaña por la libertad de Balbín, el presidente del bloque de diputados radicales -cargo que tuvo hasta su expulsión de la Cámara-, quien se encontraba preso en la celda Nº 9 del pabellón Nº 6 del último piso del Penal de Olmos, en las afueras de La Plata.
Ya en 1949 parecía decaer el verano peronista. Se sucedían huelgas brutalmente reprimidas de trabajadoras y trabajadores telefónicos, gráficos, textiles, ferroviarios, constructores navales, bancarios y azucareros, entre otros. En la Cámara de Diputados expulsaron a los radicales Agustín Rodríguez Araya y Ernesto Sanmartino, al mismo tiempo que legisladores oficialistas armaban una Comisión Investigadora de Actividades Antiargentinas, como mecanismo legal de la represión.
El 30 de agosto de 1949, Balbín cerraba el Congreso Agrario del radicalismo en el Centro Asturiano de Rosario, con un discurso que a los oídos de los policías y agentes secretos iba más allá de lo permitido: “…debéis saber que empieza la revolución social del radicalismo… decirle a la juventud que se prepare para hacer la revolución que no pudimos hacer nosotros”.
Esa fue la excusa para la denuncia por desacato, sedición y rebeldía, así como el inicio de múltiples causas. Solicitaron el desafuero el 23 de septiembre y fue tratado en la sesión que se llevó a cabo seis días después. Menos de un mes había pasado de aquel discurso que encendió la mecha. Pero Balbín no se achicó, aunque sabía que su suerte estaba echada ya que se trataba de una decisión política, y se defendió en estos términos:
“Mis afirmaciones son claras y limpias, decididas y categóricas. Son mi lucha, mi modo de vivir (…) yo he dicho esto que repetiré en todas partes: ¡el radicalismo debe al país una revolución social, la realización total de su programa, que lo realizará pese a los procesos por desacato!”
Ya sin fueros, el 10 de diciembre libraron la orden de prisión preventiva. Poco tiempo atrás, había sido proclamado candidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires para las elecciones de marzo de 1950. Entonces, recortó sus apariciones públicas, escabulléndose de la Policía. Fue un verano con una campaña electoral en la semi clandestinidad.
El domingo 12 de marzo, día electoral, Balbín se dirigió a votar a los Tribunales de La Plata. Allí lo esperaba más de una docena de policías, que lo detienen y lo llevan a Rosario. El 22 de marzo lo trasladaron a San Nicolás y, unos días después, al Penal de Olmos, escoltado por patrulleros, ambulancias y bomberos. Lo paseaban como un trofeo.
La causa judicial, mientras tanto, seguía su curso, acumulando más de una docena de procesos por desacato en Rafaela, Rosario, Santa Fe, Azul, Tres Arroyos, Tapalqué, Adrogué, San Nicolás, Pergamino, Ramallo y Rojas, entre tantas. Sin dudas, una muestra de la intensa actividad del dirigente radical y de la extensión de los instrumentos represivos y de delación del gobierno nacional. El fiscal pidió 12 años de prisión. La condena llegó el 22 de noviembre de 1950: 5 años de cárcel.
Encerrado en el Penal de Olmos, Balbín siguió manteniendo el liderazgo partidario y la iniciativa política. Desde su celda proyectó el periódico partidario Adelante, estuvo al tanto de lo que pasaba en el bloque de diputados nacionales y siguió los pormenores de la campaña por su libertad, llevada adelante por correligionarios de confianza como el abogado y dibujante Miguel Szelagowski (Blas).
Fue él quien en una de sus regulares visitas tuvo la valentía de ingresar de contrabando una pequeña cámara de fotos envuelta en papel, así como solía llevarle los cigarrillos, engañando a los guardias cárceles. A duras penas, entre la tecnología de la época y la falta de luz, pudo tomar una serie de fotos que luego llegarían a ser publicadas en la reconocida revista estadounidense de fotoperiodismo Time Life.
Eso fue lo que más irritó al gobierno. Es que la imagen persuade, moviliza emociones, desata la memoria afectiva y tiene el poder de asociarse a ideas.
No estaba sobre un caballo blanco ni de planchado uniforme militar, como indicaba la cuidada iconografía peronista construida desde arriba. No generaron ni devoción popular ni la mistificación de la muerte joven de un guerrillero heroico. Las fotos e imágenes derivadas en afiches y panfletos molestaban.
Aún con su expresión vacía, con el rostro y el cuerpo triste que se adivinaba entre los barrotes y la penumbra, no dejaba de ser un desafío. Era la contracara de las imágenes del poder, poniendo sobre la mesa el poder de la imagen.
Meses después, luego de casi 300 días de encierro, el 2 de enero de 1951, Balbín fue indultado y liberado.
Leandro Giacobone, responsable del Archivo de la Biblioteca Radical
Fuente: Espacio Radical
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